martes, 25 de septiembre de 2012

''De lo particular al profundo azul.''

El tiempo de espera había merecido la pena, la reconstrucción casi integral de la vivienda había sido un éxito, pensaba su acaudalado propietario mientras miraba orgulloso los últimos retoques de las obras bajo la calidez de las últimas horas de una tarde cercana al verano.
Hasta el mosaico de la entrada que advertía de la presencia de su perro (al dibujo del animal se añadía la inscripción ‘Cave canem.’) no desmerecía tanto la esmerada ejecución de las obras como la calidad artística de los frescos que superpuestos a los antiguos, componían su nueva decoración.
Un pensamiento fugaz similar debió compartir algún vecino al pasar por su calle y contemplarlas mientras vacilaba entre emplear el resto de la tarde y las primeras horas de la noche en algún thermopolium  bebiendo vino con sus amigos o quizás en el lupanar retozando con alguna esclava, en ambos casos a su salida de las termas.
Aquellos pompeyanos superaron con éxito un terrible terremoto ajenos a la gran tragedia que en poco más de década y media les sepultaría junto a su ciudad durante casi diecisiete siglos y a que casi veinte más tarde, turistas de prácticamente todos los rincones del planeta pasearíamos por sus calles, visitaríamos libremente sus viviendas, sus edificios públicos, plazas, teatros, y en definitiva, sus vidas.
Ya en nuestros días, me gusta imaginar que probablemente hace unos meses, quizás al comienzo de la primavera, un muchacho desgarbado se jugaba de la vida dejando tirada su vieja vespa quizás heredada de su hermano mayor, en el escaso arcén de una de la numerosas curvas robadas a los bellísimos acantilados de la famosa carretera estatal 163 que recorre la ‘Costiera Amalfitana’, para escribir en la calzada raudo un grafiti (‘Francesca ti amo. By Nicola’), jugándose la vida ante un  posible atropello por un conductor de autobús como el nuestro en su ruta diaria, antes de llegar a Positano, camino de Amalfi, tal vez también desde Sorrento.
Como amante de la buena mesa, tampoco me cuesta visualizar cortando tomates para las bruschettas y metiendo cervezas en la cámara frigorífica a la abnegada cocinera y tal vez propietaria del albergue situado junto a la cumbre del monte Epomeo, en Isquia, un par de horas antes de que a sedientos senderistas como nosotros nos asaltara la tremenda duda de continuar ascendiendo escasos metros más para poder contemplar las magníficas vistas de la totalidad de la isla o directamente pasar a las allí también llamadas birras desde las casi igualmente incomparables perspectivas de la terraza del precioso refugio.
Tras esa inolvidable jornada  disfrutando la vuelta desde la cubierta del ferry, aquella misma noche casi me jugaría el tipo ante las miradas expectantes de mi compañeras de viaje paseando una noche por la principal vía comercial de Sorrento camino del local cuyo propietario con más aspecto de diseñador de moda que de artesano heladero, ofrecía productos con una calidad y variedad digna del Guinness.
Animado por el vino blanco fresquito de la cena se me ocurrió decirles  que: ‘Hay quien dice por ahí que las mujeres sois más analíticas, de preocuparos por lo particular, por el detalle, mientras los hombres somos más sintéticos, de pensar en ideas generales…’
¿Tendrían razón los tal vez psicólogos, o quizás neurólogos de quien hace tiempo leyera aquello? ¿O por el contrario serían justificadas las miradas tensas que alguna me echó?
No sabría decirlo, muchas veces me parece que sí.
Aunque un par de tardes antes, al navegar en una barquita guiñando un poco los ojos para que los rayos de luz del atardecer que lograban superar los preciosos acantilados de la isla de Capri no me impidieran contemplar unas aguas de un profundo y luminoso azul como no había visto en mi vida, durante los escasos minutos previos a mi zambullida desde la embarcación, os puedo asegurar que como tantas otras cosas, en una tregua con mi mente, por unos momentos no me  importaba lo más mínimo….



Saludos.

martes, 11 de septiembre de 2012

''Necesito ver atardeceres.''

Sostienen algunos no sin cierta suspicacia que, puestos a elegir entre un reloj convencional averiado y otro digital, es preferible el primero pues al menos marca correctamente la hora en dos ocasiones al cabo del día.
No puedo afirmar que en mi caso por esa razón llevo uno de los primeros con la pila agotada desde hace dos o tres meses, supongo más bien que en las últimas semanas de intenso trabajo apenas he sacado tiempo para cambiarla. Mi frenética actividad laboral de estos días se debe a la naturaleza de mi trabajo,  que debe atender a demandas punta muchas veces imprevisibles y en la mayoría de las ocasiones coinciden con vuestras vacaciones.
Mentiría si afirmara tajantemente que siempre lo llevo bien, pero cuando intento relajarme me gusta pensar que estos inconvenientes forman parte de una profesión que tanto me gusta, de la misma manera que lo hace el trabajo nocturno de la de los  panaderos.
Y es cuando vivo estas semanas recluido entre mis cálculos y mis planos cuando más reflexiono sobre nuestra percepción del paso del tiempo.
En este contexto, me vienen mucho a la mente las experiencias vividas hace unos años los pocos meses en los que tuve la suerte de formar parte del equipo técnico que construía un túnel, repartiendo mi jornada laboral entre tareas de diseño y planificación en mi despacho de las instalaciones provisionales, y las de supervisión dentro de la propia obra. No os extrañará mucho entonces el hecho de que no era nada difícil en las visitas regulares al túnel en construcción, sometido a iluminación, temperatura y humedad constantes, perder la noción del tiempo sin ser consciente de haber invertido horas en tareas pensadas para resolverse en minutos o comprobar con perplejidad que salías por la boca de túnel muy avanzada la noche habiendo entrado de día.
Supongo que la inmensa mayoría de vosotros no construye túneles, pero quizás estéis bastante más familiarizados con esa sensación al salir de unos conocidos grandes almacenes, en los que decidieron premeditadamente, una vez construidas sus fachadas (salvo la de la planta baja) sin ventanas al exterior, aclimatarnos a la ausencia de calor o frio, a una luz que no cesa, y en definitiva, privarnos de las estaciones, del día y de la noche.
Los que más me conocéis sabéis que soy un fiel defensor del esfuerzo como principal medio para lograr nuestros propósitos, y que para canalizarlo son adecuadas las rutinas, y en definitiva un orden en los horarios que rigen nuestra vida. No puedo negar que aunque a veces estresado y desbordado, soy un feliz hámster en mi rueda, pero la verdad es que necesito dejarla de lado unos días, comer cuando tenga hambre, dormir cuando tenga sueño, sentir el paso del tiempo, necesito…
Necesito ver atardeceres.

domingo, 9 de septiembre de 2012

''De abejas geómetras y la hormiga despistada.''

Siempre me he considerado una persona afortunada por tener tanto sensibilidad para apreciar la belleza que encierran ciencias, como la propia para disfrutar de las artes.
En el caso de las primeras además, tantos años de formación imprimen carácter, y si algo me queda de mi carrera técnica es ser bastante maniático en la planificación y la búsqueda de la eficiencia en los procedimientos de desarrollo de cualquier tarea o proyecto en general.
En este sentido, básicamente lo que busco en mi día a día es hacer las tareas planificadas con el menor esfuerzo posible, y dedicar el tiempo que me sobra a mejorar la planificación de las siguientes.
Por ello no son pocas las veces que recuerdo que allá por segundo de carrera estudié que además de las leyes de Newton para determinar las trayectorias de los cuerpos en movimiento, el matemático, físico y astrónomo Lagrange reformuló las leyes del primero en términos de mínima energía, de manera que en esencia y simplificando mucho, los cuerpos (incluyendo los planetas, el agua de la bañera y el balón del hijo de vuestros vecinos) se mueven como menos les cuesta.
Reflexionando sobre esto desde hace mucho, también me maravilla por ejemplo como las admirables abejas, sin haber pasado por escuela secundaria alguna, construyen sus colmenas con hexágonos y las cierran con rombos, de manera que almacenan la máxima cantidad de miel gastando la mínima cantidad de cera en su construcción.


A su vez mis adoradas hormigas, no tienen nada que envidiarles, pues su habilidad para optimizar la búsqueda colectiva de alimento supone un modelo a estudiar en el campo de la inteligencia artificial. En general, en la búsqueda inicial al salir del hormiguero sólo tienen que tardar algo más de lo óptimo algunas de las hormigas que primero salen para que el resto encuentre el camino más corto y en definitiva en este caso, el mejor.
Si sois más aficionados a la  jardinería y tenéis macetas, también es interesante recordaros que sus hojicas crecen según un conocido patrón matemático que optimiza la cantidad global de luz recibida por vuestras plantas.
No quiero aburriros con más ejemplos pero en definitiva, pensando en estas cuestiones es fácil sentirse tentado a pensar que la naturaleza está dotada de una inteligencia colectiva que la orienta a hacer las cosas de la mejor manera posible, aunque a veces se pierda un poco por el camino.
¿Y nosotros? ¿Para qué malgastar tanta energía a veces en hacer lo contrario?
Pues es curioso, pero en contra de la intuición, no es descabellado pensar que a nivel global, estamos mejor que nunca, con unos índices globales de violencia en mínimos históricos, y una esperanza de vida en máximos.
¿Podrían  situaciones indeseables como las guerras o las crisis (como la de nuestro país) ser la de la hormiga despistada?
¿Encontraremos pronto el hormiguero?